preludio
pero no es este placer de abandonarme al musgo verde como el llano
o a la permanencia de las rocas del río de mis pasados meses.
tampoco es la sensación de expandirme agonizando hacia lo eterno
sólo para revivir después en el gris otoño de tus días.
es sólo que la necia niña de mirada y zapatos blancos busca debajo de los parques ese prisma triangular donde habitaste desde siempre.
tus antiguas figuras la recorren,
la buscan,
la persiguen
en el patio, bajo las claras ondulaciones del cerezo que lo ve y lo conoce todo.
en tus ojos profundos como la selva ella juega y se esconde
y tú la persigues como se persigue un año o el mediodía de un domingo,
la buscas detrás del color de los almendros
y encima de la sombra de los alcázares.
ruegas porque esta tonta niña aparezca y caiga de cansancio de nuevo entre tus ya cansados brazos.
como el tiempo,
yo miro desde la ventana que daba a mi jardín desde el cuarto de mi madre,
miro y me compadezco de la torpe niña que te busca huyendo de ti,
del cuerpo de papel,
del tacto de agua,
de los pasos que no dejan de buscarte aunque te encuentren siempre,
como una aparición o una sombra de lo ya ido.
perpleja, la muerte de los días nos mira a los tres,
nos mira y se avergüenza de esta casa llena de ti
y de esta niña que sigue corriendo
y de estas manos que no cesan de existir aunque debieran.
porque hay en esta casa muros que se expanden como yo y como la niña
y preguntas que han dejado de ser suicidios para convertirse en muertes.
entonces, los retazos de tu crimen me persiguen:
tu partida es plástica,
tu olvido es de ropas y libros,
tu ataud es como tú cuando vivías, tu muerte no te anida al pasado:
más bien te obliga a ser objeto, pared, punto suspensivo.
te ata a ser plegaria y pozo donde confluyen mis tristezas.
tu muerte hace que esta niña no cese de morir.
este desvanecimiento atemporal,
ilógico,
se detiene en tus manos de cadáver del tiempo.
la muchachita de pies de barro gira en los círculos que tú marcaste cuando vivías,
pero no es para ella el placer de abandonarse sobre el eterno llano,
no es anhelar desde este infierno colmado de sol que tus otoños vuelvan:
es sólo que la niña se mira a veces mientras juega
y entonces me mira a mí y te reclama desde su selva,
desde su domingo,
y yo no sé qué responderle
porque tu muerte es tan cierta
que mirarla no nos basta.
o a la permanencia de las rocas del río de mis pasados meses.
tampoco es la sensación de expandirme agonizando hacia lo eterno
sólo para revivir después en el gris otoño de tus días.
es sólo que la necia niña de mirada y zapatos blancos busca debajo de los parques ese prisma triangular donde habitaste desde siempre.
tus antiguas figuras la recorren,
la buscan,
la persiguen
en el patio, bajo las claras ondulaciones del cerezo que lo ve y lo conoce todo.
en tus ojos profundos como la selva ella juega y se esconde
y tú la persigues como se persigue un año o el mediodía de un domingo,
la buscas detrás del color de los almendros
y encima de la sombra de los alcázares.
ruegas porque esta tonta niña aparezca y caiga de cansancio de nuevo entre tus ya cansados brazos.
como el tiempo,
yo miro desde la ventana que daba a mi jardín desde el cuarto de mi madre,
miro y me compadezco de la torpe niña que te busca huyendo de ti,
del cuerpo de papel,
del tacto de agua,
de los pasos que no dejan de buscarte aunque te encuentren siempre,
como una aparición o una sombra de lo ya ido.
perpleja, la muerte de los días nos mira a los tres,
nos mira y se avergüenza de esta casa llena de ti
y de esta niña que sigue corriendo
y de estas manos que no cesan de existir aunque debieran.
porque hay en esta casa muros que se expanden como yo y como la niña
y preguntas que han dejado de ser suicidios para convertirse en muertes.
entonces, los retazos de tu crimen me persiguen:
tu partida es plástica,
tu olvido es de ropas y libros,
tu ataud es como tú cuando vivías, tu muerte no te anida al pasado:
más bien te obliga a ser objeto, pared, punto suspensivo.
te ata a ser plegaria y pozo donde confluyen mis tristezas.
tu muerte hace que esta niña no cese de morir.
este desvanecimiento atemporal,
ilógico,
se detiene en tus manos de cadáver del tiempo.
la muchachita de pies de barro gira en los círculos que tú marcaste cuando vivías,
pero no es para ella el placer de abandonarse sobre el eterno llano,
no es anhelar desde este infierno colmado de sol que tus otoños vuelvan:
es sólo que la niña se mira a veces mientras juega
y entonces me mira a mí y te reclama desde su selva,
desde su domingo,
y yo no sé qué responderle
porque tu muerte es tan cierta
que mirarla no nos basta.
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