miércoles, noviembre 01, 2006

exilio

alguna vez construí un bosque de orquídeas amarillas y azules que hacía parte de un mundo más grande compuesto sólo por bosques exactamente iguales que otros habían construído épocas atrás. mi bosque no era diferente, mucho menos innovador o interesante a los ojos de cualquier otra persona acostumbrada a ver orquídeas amarillas y azules. lo que pasa es que en la tarde de un día unas semillas extrañísimas se sembraron a sí mismas en los confines de las verdes nubes y entonces mi bosque cambió. las flores que antes despedían a los niños en la puerta de su casa y que secaban las lágrimas de las madres que, agonizantes en su soledad, se abandonaban a la salida del sol estaban ahora inconsolablemente marchitas, mientras que las raíces que salían del cielo amenazaban la vida de mi bosque con un color púrpura siniestro y triste. las flores del pasto, de las terrazas, de los insondables valles de trigo, de debajo de las piedras, de la orilla del río, de la casa de los osos cafés y de los floreros de la colmena de las abejas se consumían y se rehusaban a mirar hacia arriba porque sentían que las flores aéreas que inspiraban tanto terror vendrían a tomar su lugar.
algo parecido pasó, y entonces llegó el día en que no quedaba ni una sola orquídea en los prados ni en los bosques ni en los balcones ni en las materas de las madres porque los pétalos flotantes sembrados allá arriba las habían enseñado a volar.

ahora, de mañana, mis orquídeas me saludan con un leve asomo de complicidad. yo me regocijo sembrando pétalos y hojas en huertas de muy lejos, donde el cielo se ve más oscuro y el amarillo de mis antiguas flores es, al menos para mis ojos, un poco más ocre.
desde lejos.