sinsabor
Doña Asunción tiene cinco hijos, 85 años y dos perros con nombre cada uno. Nació en Restrepo, Meta, y vivió los primeros 75 años de su vida del campo, los atardeceres y el río. Doña Asunción nunca viajó a Bogotá ni a ningún gran centro urbano, el mayor acercamiento que tuvo con el mundo de afuera fue el pueblo y las macondianas llegadas de vendedores gitanos. Su familia se desintegró y ella se quedó con su marido en la finca, mientras vio cómo torturaban a sus padres y a dos de sus hermanos.
En el 95 la sacaron de su casa y se fue con su marido y sus hijos a vivir al pueblo, muy cerca de la iglesia, con una familia de 9 personas. Las campañas políticas llegaron ofreciendo opulencia y felicidad, riquezas, casas, terrenos y lo más hermoso que Doña Asunción se podía imaginar: el regreso a la finca. 10 años después y la única certeza es que el hacinamiento de una casa de dos pisos para 16 personas la obligó a mandar a sus hijos a Bogotá. Hace dos meses y medio le mataron al primero, dos días después a la de 35 y sólo mediodía después a Parmenio, su hijo más jóven, de 26 años, al tiempo que su tercera hija agonizaba en un centro de salud por haberse practicado un aborto y haberse empezado a desangrar posteriormente en la calle bajo los ojos atónitos de los demás. Doña Asunción nunca tuvo necesidad de creer en un mejor país. El lugar donde nació le regalaba el sosiego de levantarse y saludar al horizonte con las dos manos, para acostarse 14 horas después con la sensación infinita que provee la felicidad real. En esos primeros años nunca necesitó pensar cómo sería un mundo mejor, aunque después mirara hacia atrás y se encontrara con un pasado armonioso que no se podrá repetir, a pesar de que la historia de masacre y corrupción sí volviera a vivirse una y otra vez.
Pueblo de grandísimos hijos de puta. Hermosísimos terrenos de mentiras y envidias arraigadas al alma de cada habitante desde tiempos remotos. Casas hechas a base de engaños, de patrañas, de intereses y de ingenuidad. Infeliz país de miseria pero, peor aún, de resignación, de dominados y dominadores. Qué cultura tan rica, qué bellos paisajes, qué hermosa tierra la nuestra donde pensamos que sintiéndonos orgullosos de una puerca bandera y un artista de tres pesos podemos olvidar o, en su defecto, disfrazar el hecho de ser una nación perdida y agujereada por el paso desalmado de los años.
Uno ha creído a veces, en medio de este camino sin orillas, que nada habría después; que no se podría encontrar nada al otro lado, al final de esta llanura rajada de grietas y de arroyos secos. Pero sí, hay algo. Hay un pueblo. Se oye que ladran los perros y se siente en el aire el olor del humo, y se saborea ese olor de la gente como si fuera una esperanza.
Nos han dado la tierra, Juan Rulfo
Ojalá. Es todo.
Suena: Marylin, la cenicienta y las mujeres, Obertura 777 (La máquina de hacer pájaros)
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