fragmento
03.09.06. Justo enfrente mío lo que puedo observar es un paisaje conformado por un grupo de flores semitriangulares que cuelgan de los árboles simulando una caída cuando el viento las roza, y una plantita al lado que permanece inmutable. Son flores profundamente rojas que crecen hacia abajo y que suelen tender hacia hacia el roble separándose decididamente de las ramas que las sostienen. Todo eso está muy cerca, las nubes se elevan y retornan a la tierra bruscamente, y el movimiento pendular de las hojas me recuerda momentos que daba por olvidados. El ir y venir de las plantas siempre trae imágenes asociadas necesariamente con sonidos y formas, y también con momentos que no son precisamente eso: no contienen personas ni voces y, sin embargo, no puedo recordarlos como algo diferente a momentos, tan dolorosamente reales como las flores de enfrente. El viento se encarga de lo demás; el tibio aire que se respira afuera de mis cuatro paredes me alienta a despertarme antes del sol, y el sentirme nuevamente con la vitalidad estática de una planta sembrada en una llanura por demás insondable me ayuda a mover mis pies algunos centímetros. Respiro. Fijo mi mirada una vez más en el paisaje de afuera. No es más que un paisaje, fúnebre como todos, que empieza a transformarse en una selva húmeda y gris. Las flores caen y el viento sopla sobre la ventana que me separa de todo esto que observo. Yo estoy adentro, concentrada en el rojo carmín de los pétalos que se suspenden sobre la nada. Mientras la violencia del aire se encarga de desencadenar fuertes movimientos ajenos a mí, soy nuevamente esa planta que no hace nada aparte de permanecer mientras cree que describe lo que sus ojos le muestran, al tiempo que es meticulosamente observada por el paisaje de enfrente.