miércoles, diciembre 13, 2006

spending


Me preocupa que estar sentada frente a una ventana me de tanta seguridad. Puedo verlo todo, saberlo todo y acercarme a la verdad sin necesidad de comprenderla. A veces sé que observar hace mucho daño. Me quedo pensando algún tiempo, casi sin hablarme, mientras afuera hay un hombre de cabellos blancos y ojos grises que habla de la soledad. Yo me pongo a pensar nuevamente y mis gestos son testigo de esas hojas intensamente amarillas que van cayendo y que van flotando y que van nadando alrededor de mí y, sin embargo, no noto su belleza hasta que una voz me lo recuerda, porque siempre hay alguien que me dice que las hojas caerán sin tocar el piso porque su realidad no es como la ingenua realidad de nosotros, porque en su brevísima existencia se puede simplemente fluir sin buscar estúpidamente lo firme.

Y resulta que esa voz es la misma voz que me habla del vaivén de las olas y de las polillas que trepan y de la vida, del incansable estar de las plantas y las flores bajo los días de diciembre y de la luz que se encarga de recorrer los cuerpos a las doce del día. La voz que me acerca a la verdad del movimiento puede ser cualquiera, qué importa cuál si al final nunca sabré identificarla, si siempre la ahogaré en mi hermético silencio y todo será igual que al principio, si todo será un dulce paraíso de mentiras y verdades, de dudas y certezas perfectamente organizadas, si todo será como cuando alguien trata de fijarle un orden matemático a la vida y termina resolviéndolo pero entonces abre la puerta, sale, abre los ojos y se muere de tristeza cuando observa la insalvable miseria de alguien que se muere de tristeza. Y entonces resulta que el señor de ojos grises que piensa en la soledad sigue ahí afuera, y que yo lo confundo y lo confundiré siempre con la atmósfera que me envuelve. Y todo vuelve a desaparecer y mi lógica se diluye tan trágicamente como el musgo entre las manos, con la precisa rapidez de la naturaleza, con la simplicidad abrumadora del animal que corre muy rápido buscando resguardarse en su cueva pero se encuentra con que a mayor velocidad más rápido se hunde en el barro, y piensa entonces que hubiera sido mejor ser una víctima resignada de la lluvia como todos los demás.

Yo respiro.

La voz me sigue hablando de la violencia que implican esas hojas tristes de un otoño de diciembre, mientras yo estoy en la ventana llena de seguridad. Termina de contarme historias, y entonces desaparece y yo, de repente, me veo sola en la calle, una vez más, sola y sin un camino de regreso, sin el más remoto punto de partida. Pero no me desespero. Me acostumbro al implacable asombro de lo que parte.