Flagelaciones
Algunas veces he pretendido conocer algo más allá de la burbuja en la que es obvio me encuentro caminando, como una hormiga en un círculo que otro más inteligente le ha trazado sólo porque sí, por verla caminar a su gusto y disfrutar y reirse con su estupidez. Y mis intentos han sido imbéciles y cobardes, insensatos, con una cuasi inocencia que me desespera y desesperaría a muchos. Y no es que me encuentre lejos del mundo circundante ni que me crea demasiado chimba como para ir a conocer la pobreza real y cruda, sino que incluso teniéndola al lado no he tenido la fuerza o la inteligencia para, como me escribió algún día María, coger el mundo y verlo desde cerquitita, y dejar los prejuicios y las ganas de ser altruista sólo porque sí y por aparentar (a los demás o a mí misma, no importa) que soy buena persona y comparto y etcétera. Nunca me he sentido lo suficientemente humana o inhumana como para entregármele a otro (conocido o desconocido) del todo, como soy, sin que nada más importe. Sin embargo, conocí a Ramón y la vida me cambió mucho en menos de media hora. No son muy relevantes las circunstancias puntuales, ni la descripción amarillista de la situación en la que vive y en la que viven sus hermanos y sus padres, eso me importa poco. Es sólo que, seguramente por primera vez en mi vida, cuando me miró y me dijo su corta edad, sentí la alegría hijueputa que casi nunca se siente, como cuando -muchos años después- se recuerda a alguien que ha muerto. La alegría extraña de encontrarse con el dolor frente a frente, de verse a sí mismo aquí y al otro allá y ser consciente por unos segundos de las barreras que están ahí, inamovibles, constantes y seguramente inmortales.
Sentí rabia contra mí misma por no ser capaz de conocer el mundo, el mismo mundo que me dio unos ojos para ver y unos oídos para escuchar y lo demás para gritar, y al cual ignoro como si ambos fuéramos invisibles. Y mientras corría en medio del monte cada paso marcaba un pedazo de puñalada en mi mente, por sentirme tan miserable como el humano cualquiera que soy, por haber sabido -asi fuera por un momento- que soy un error de la naturaleza como usted o como cualquier otro, y que tras de todo me revolco en mi propia estupidez, que sólo soy una muestra más de la misma especie. Por unas horas, dejé de pensar que hay distintos tipos de felicidad y que todos somos un mini mundo además de que en la pobreza hay riqueza y en la riqueza hay pobreza y toda esa mierda que es sólo la cortina de la ventana. Pensé entonces que no es el hecho de encontrarse con un niño de 5 años que no había desayunado a las 3 de la tarde y que tiene que conseguirle comida y agua a la mamá que está loca y no se puede parar de la cama. Que eso no me importa, que eso está en todas partes y a todas horas. Lo que me cambió fue estrellarme contra la ventana, haber quitado la cortina y haber querido que mi cuerpo sangrase mientras deseaba, con rabia, romper esos vidrios.
Nunca me había acercado de una manera tan humana al dolor ajeno a mí. Y fui la hormiga que diariamente corre en su círculo que otro más inteligente le marca, pero que, en medio de su secuencia prefabricada, pudo parar dos segundos y estrellarse dolorosamente contra la frontera para mirar hacia afuera, asi seguramente vuelva al círculo y termine su vida corriendo hacia ella misma.
Los de allá
Suena: pirry haciendo güevonadas.
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